La mayoría del tiempo lo paso mirando mi ombligo, esos surcos de piel, esas arruguitas que marcan algo esférico y que van en dirección al vacío, a la oscuridad más absoluta que marca la cicatriz –que en mi caso no puedo ver- de lo que un día fue el canal de mi alimentación.
Y cuando no me abstraigo en mi epicentro, suelo mirar, sólo, los más cercanos, no lo hago para comparar, lo hago por verdadero interés anatómico.
Y, a veces, se me olvida, inmersa en mi rutina, que hay ombligos lejanos muy puteados. Se me olvida hasta que algo me hace sentirme conectada a ellos por un nexo ancestral. Ombligos que ni siquiera pueden ser bien mirados por sus portadores porque carecen del tiempo para el ensimismamiento del que yo dispongo.
Y, hoy, leo en el periódico un titular que dice así: “Marruecos anuncia el fin de toda tolerancia con la homosexualidad”. Sigo leyendo la noticia… y en uno de los párrafos me encuentro con esto: “(…) la situación de los homosexuales en Marruecos es mejor que la que padecen en otros países árabes como Egipto, Arabia Saudí o Yemen.”
Y ese agujero que nos conecta al inicio de todo esto se contrae tan fuerte que duele mucho.
(El artículo se refiere a la homosexualidad masculina. Las bolleras, por supuesto, no existen)